La dictadura perfecta

La dictadura perfecta no es aquella en la que no hay elecciones. Es aquella en la que el gobierno no pierde elecciones. Si la oposición sigue enfrascada en sus luchas intestinas, puede terminar logrando que los deseos de Maduro se vuelvan realidad.

Fue durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, a quienes muchos en su momento veían como uno de los principales paladines de las reformas económicas de mercado (aún hoy hay quienes así lo recuerdan) que al escritor peruano Mario Vargas Llosa se le ocurrió romper una de las reglas no escritas de la política mexicana.  Durante una discusión televisada al cierre de un encuentro de intelectuales europeos y americanos en Ciudad de México, el novelista que veinte años después se convertiría en el único peruano hasta hoy en obtener un premio Nobel, calificó a México bajo los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) como “la dictadura perfecta.” “Tan es dictadura la mexicana,” sentenció Vargas Llosa, “que todas las dictaduras latinoamericanas desde que yo tengo uso de razón han tratado de crear algo equivalente al PRI.”[1]

El argumento de Vargas Llosa era tan sencillo como poderoso.  Una dictadura no la define si hay o no elecciones, porque muchos gobiernos autoritarios hacen elecciones – y a menudo incluso las ganan.  Tampoco la definen la represión ni las violaciones de derechos humanos, porque hay gobiernos democráticos que reprimen y violan derechos humanos. Una dictadura la define la falta de alternabilidad.  Una dictadura es un sistema en el cual quien está en el poder, se queda en el poder.  Cuando esas dictaduras son capaces de camuflarse en el ropaje de las instituciones democráticas, es que llegan a su perfeccionamiento.  La dictadura perfecta no es aquella en la que no hay elecciones.  La dictadura perfecta es aquella en la que el gobierno no pierde las elecciones.

A pesar de que a menudo no concuerdo con las posiciones políticas de Vargas Llosa, siempre he admirado ese espíritu de enfant terrible dispuesto a cuestionar consensos y decir verdades incómodas, gústele a quien le guste.  Siento que solo si mantenemos viva la capacidad de cuestionarnos e increparnos a nosotros mismos es que podremos comenzar a entender cómo enmendar nuestros errores.  Como nos han mostrado recientemente las heroínas que se han atrevido a romper el cerco del silencio en torno a los temas de abuso sexual a través del #MeToo venezolano, cuando damos el paso de decir por primera vez en voz alta lo que siempre pensábamos que se debía callar, nos hacemos más humanos.

Un año después de que las palabras de Vargas Llosa convulsionaran a México, el politólogo polaco-estadounidense Adam Przeworski ofrecería una definición sucinta de democracia en su libro La democracia y el mercado.[2] “La democracia,” escribiría Przeworksi “es un sistema en el que los partidos pierden elecciones.”  Esta conceptualización tendría una profunda influencia sobre los estudios de democratización a lo largo de las siguientes tres décadas.  La permanencia en el poder del partido de gobierno ha sido incorporada en varias medidas de democratización, entre las cuales algunas toman a la alternabilidad reciente como una condición necesaria para que un país sea considerado una democracia.[3]

Entender el rol de la alternabilidad en la concepción de la democracia es fundamental para empezar a visualizar una salida a la aterradora crisis política, económica y humanitaria que atraviesa nuestro país. Restablecer la democracia en Venezuela no se logra haciendo unas elecciones, aunque ellas sean organizadas por autoridades electorales imparciales y supervisadas por observadores internacionales.  Tampoco se logra con la libertad de los presos políticos ni el cese de las violaciones de derechos humanos, por más importantes que sean estos objetivos en la búsqueda de una sociedad justa donde se respete a la dignidad humana. En Venezuela la única forma de regresar a la democracia es llevando a cabo una transformación profunda y radical en nuestras bases institucionales que haga posible la alternabilidad en el poder.

Diálogo, sanciones y video

Prácticamente todos los análisis que han buscado entender el proceso de negociación que pareciera estar – por enésima vez – fraguándose entre la oposición y el gobierno de Nicolás Maduro coinciden en que el principal objetivo de Maduro en estas negociaciones es el levantamiento de sanciones.  De hecho, el principal aliciente que el líder opositor Juan Guaidó ha ofrecido como parte de su propuesta para un Acuerdo de Salvación Nacional ha sido justamente el “levantamiento progresivo” de sanciones.  Recientemente, la secretaria asistente del Departamento de Estado para el hemisferio occidental le dijo en un intercambio en Twitter al canciller de Maduro que si quería que Estados Unidos levantase las sanciones, solo tenía que cumplir ciertas condiciones tales como la realización de elecciones limpias y justas y la liberación de presos políticos.  El mismo Maduro pareciera haber confirmado la importancia de las sanciones en el proceso de negociación al abrir su lista de condiciones previas con “el levantamiento inmediato de las sanciones contra Venezuela.”[4]

Fue John Maisto, el embajador estadounidense que llevó las relaciones con Venezuela durante el gobierno de Bill Clinton, quien dijo que con Chávez era mucho más importante ver lo que hacía que lo que decía.[5] Valdría la pena seguir el mismo consejo al intentar interpretar las palabras de Maduro.  Lo primero y más evidente que vale la pena tener en cuenta es que hay muy pocas ocasiones en las que una negociación seria en un proceso políticamente complejo ocurre frente a unas cámaras de video.  Las negociaciones de acuerdos políticos y de paz exitosas tienden a iniciarse en la más alta confidencialidad, precisamente porque los negociadores necesitan ser capaces de lograr preacuerdos tangibles que permitan convencer a los escépticos en sus coaliciones respectivas de que la negociación tiene sentido.  Cuando los políticos acuden al uso de los micrófonos para presentar exigencias, podemos estar seguros de que lo menos que están haciendo es negociando.


Sin sanciones, Maduro no sería más que un líder incompetente que arruinó a la economía venezolana. 


Sostener una negociación política a través de las cámaras es más o menos lo mismo que discutir las condiciones de un divorcio en medio de una cena familiar.  Lo que los actores buscan no es llegar a acuerdos; es convencer a los hijos y familiares de quién es el bueno y quién es el malo de la partida.  Cuando Maduro dice estridentemente que va a pedir el levantamiento de sanciones como precondición para el diálogo, no está buscando que se las levanten.  Está recordándole a los venezolanos que la oposición y los Estados Unidos tienen una cuota importante de responsabilidad en las dificultades económicas que hoy atraviesa el país.  Maduro está plenamente consciente de que no va a lograr que la mayoría de los venezolanos piense que él es un buen gobernante.  Su plan es convencerlos de que la oposición puede ser mucho peor.

Independientemente de lo que uno piense sobre el efecto que han tenido las sanciones sobre nuestra economía – y la discusión económica deja espacio para sostener razonablemente posiciones muy distintas[6] – los estudios de opinión coinciden en mostrar que la mayoría abrumadora de los venezolanos está en contra de ellas y les otorga una cuota de responsabilidad en la tragedia humanitaria del país (ver Gráfico 1).  No es casualidad que la principal pieza publicitaria utilizada por el partido de gobierno en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2020 abriese con la frase “Dijeron que las sanciones eran para unos cuantos, y nos golpearon a todos.” [7]

Gráfico 1: Aprobación de sanciones según afiliación política

Fuente: Datanálisis.

Hoy por hoy, las sanciones son el principal activo político que tiene Maduro para convencer a los venezolanos de que la crisis no es culpa de él.  Como escribió Moisés Naím en una presciente columna de 2017 en El País, las sanciones petroleras se convertirían en “la coartada perfecta” para la incompetencia de Nicolás Maduro, al tiempo que terminaron fortaleciendo su gobierno, debilitando a la oposición y agravando la crisis humanitaria.  Sin sanciones, Maduro no sería más que un líder incompetente que arruinó a la economía venezolana.  Las sanciones le permiten construir una épica de resistencia y consolidar al chavismo en torno a su liderazgo. Sería una tontería de su parte entrar en un proceso de negociación en el que terminase entregando su capacidad de pintar a la oposición como los malos de la partida.

¿Qué se le puede ofrecer a quien lo tiene todo?

Pensar que el chavismo busca entrar en una transacción mercantil de intercambio de concesiones electorales a cambio de una flexibilización de sanciones es reincidir en el error analítico de ver al gobierno de Maduro como un actor motivado por intereses económicos.  Al chavismo no le interesa el dinero: le interesa el poder.  Entenderlo no niega el rol crucial que juega la corrupción en su estructura de incentivos, ni tampoco el que les pueda interesar recuperar la economía del país a mediano plazo.  Lo que sí requiere es comprender que estos fines – la acumulación de dinero o la salud económica del país – son objetivos secundarios subordinados al objetivo primario de preservar la continuidad al mando del Estado venezolano.  Maduro y su círculo no buscan recuperar su dinero perdido, porque nada les impide vivir como ricos.  Tampoco buscan prosperidad económica para el país.  Lo que buscan es permanecer en el poder.

El chavismo no es ni una coalición mercantil en busca de beneficios económicos ni un gobierno benevolente que busca el bienestar de sus ciudadanos.  El chavismo es un movimiento político con aspiraciones hegemónicas.  Surge en los años 90 después del fracaso de dos intentos de golpe agrupándose en torno a la figura de un liderazgo carismático bajo el clásico esquema populista que promete una interlocución directa con la voluntad del pueblo.   A diferencia de movimientos que llegan al poder a través de una insurgencia armada, el chavismo llega al poder mediante elecciones y busca legitimarse mediante continuos eventos electorales. 


Cada seis años, los venezolanos no elegimos a la cabeza del Poder Ejecutivo; elegimos al jefe de todos los poderes.  No votamos por un presidente.  Votamos por un dictador.


La centralidad de los eventos electorales a la narrativa chavista se debe en parte al hecho de que ya en Venezuela existía una fuerte tradición electoral antes de que Chávez llegase al poder.  De hecho, Venezuela en 1998 era el país suramericano con la más larga tradición de elecciones presidenciales competitivas.  No es casualidad que el chavismo llegase a argumentar constantemente que Venezuela era uno de los países donde más elecciones se hacían en el mundo.  Al igual que en el caso del PRI, la ratificación electoral era un componente central a la narrativa que sustentaba y legitimaba el proyecto hegemónico.

Maduro no está buscando el levantamiento de las sanciones.  Maduro está buscando recuperar la legitimidad política que perdió durante la crisis de reconocimiento de 2019.  Él sabe que esto no lo va a obtener en una mesa de negociación.  Sabe que solo lo puede lograr a través de unas elecciones reconocidas internacionalmente que lo legitimen en el poder.  Maduro es el primero que quiere que en Venezuela se hagan elecciones que sean reconocidas como libres y justas por la comunidad internacional.  Su única condición es que quiere estar seguro de que las va a ganar.

El espejismo electoral

Hacer elecciones no es difícil.  Lo difícil es lograr que el perdedor de las elecciones reconozca su derrota.  Entender cómo funciona la democracia requiere comprender cómo es que quienes tienen el monopolio del uso de la fuerza pueden sentir que está en su interés entregar el poder cuando los votantes así lo decidan. Tal vez una de las descripciones más acertadas de este enigma la proporcionó Ronald Reagan al asumir la presidencia de manos del demócrata Jimmy Carter en 1981. “En los ojos de muchos en el mundo,” dijo Reagan, “esta ceremonia de cada cuatro años que aceptamos como normal es nada menos que un milagro.”[8]

Una democracia estable no requiere solo hacer elecciones.  Una democracia estable requiere la existencia de poderes públicos autónomos e independientes que sean capaces de limitar la ambición de poder de quien controla al Ejecutivo.  Para que exista democracia, deben existir contrapesos institucionales efectivos al poder de la presidencia.  Cuando quienes controlan el Poder Ejecutivo adquieren la capacidad de subordinar a los otros poderes públicos a su voluntad, no falta mucho para que una sociedad dé el giro hacia el autoritarismo completo.

Pensar que una negociación puede llevar a una solución al conflicto político venezolano sin abordar nuestro grave problema de diseño institucional es simplemente no querer encarar el problema. Lamentablemente, las burocracias diplomáticas occidentales siempre se inclinarán por priorizar una salida electoral que les permita presentar el logro de una resolución pacífica y democrática a la crisis venezolana.  Por ello, lo más probable es que, a menos que las reformas institucionales se conviertan en una parte integral de una negociación, incluso unas nuevas elecciones parlamentarias y presidenciales no resuelvan nada.

El modelo de un acuerdo puramente electoral para resolver la crisis de gobernanza venezolana ya se intentó.  En eso consistió el acuerdo suscrito entre los representantes del gobierno de Hugo Chávez y la Coordinadora Democrática en mayo de 2003.  Ese acuerdo llevó a la realización del Referéndum Revocatorio en 2004 bajo observación del Centro Carter y la Organización de Estados Americanos (OEA). Por cierto, que esa supervisión de la comunidad internacional no impidió que el gobierno hiciese despliegue de las listas Tascón y Maisanta para amedrentar a todo el que participase en la iniciativa de convocar la consulta.[9]  Ese acuerdo de 2003 permitió que la comunidad internacional considerase resuelta la crisis venezolana cuando Chávez ganó el revocatorio.  Pero no logró atacar las causas básicas de nuestro problema de gobernabilidad.

En Venezuela, ya se ha vuelto habitual que el perdedor de las elecciones no reconozca su derrota.  No reconocer o intentar burlar el resultado electoral es parte del repertorio político básico tanto del gobierno como de la oposición.  Cuando el gobierno perdió el referéndum constitucional de 2007, simplemente llamó a otro referéndum; cuando perdió elecciones de gobernadores, nombró “protectores” a cargo de canalizar los recursos asignados al estado; al perder ante la oposición las dos terceras partes de la Asamblea en 2015, acudió al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) para que anulase la mayoría calificada así como las facultades legislativas de la Asamblea.  La oposición, por su parte, desconoció la victoria del gobierno en el referéndum revocatorio de 2004, las elecciones parlamentarias de 2005, las elecciones presidenciales de 2013, las regionales de 2017, y todo lo que ha venido después.  Incluso en 2006, cuando Chávez casi duplica la votación de su contrincante Manuel Rosales, este último acudió a las cámaras para alegar que sí, Chávez había ganado, pero no con la ventaja proclamada por el Consejo Nacional Electoral.[10]   Si el reconocimiento de los resultados electorales por los perdedores es lo que define a una democracia, Venezuela dejó de serla hace mucho tiempo.


Maduro es el primero que quiere que en Venezuela se hagan elecciones que sean reconocidas como libres y justas por la comunidad internacional.  Su única condición es que quiere estar seguro de que las va a ganar.


Los perdedores de las elecciones venezolanas no reconocen sus derrotas porque no tiene sentido para ellos hacerlo.  El esquema institucional venezolano, diseñado por Chávez en el apogeo de su poder y enraizado en nuestras instituciones a partir de la Constitución de 1999, le permite al Poder Ejecutivo fácilmente subordinar a todos los poderes a su voluntad.  Basta con amenazar llamar a elecciones para una Asamblea Constituyente, potestad que el artículo 348 de la Constitución le entrega al presidente, para asegurarse la obediencia de todos los poderes públicos.  Cada seis años, los venezolanos no elegimos a la cabeza del Poder Ejecutivo; elegimos al jefe de todos los poderes.  Independientemente de quien gane las elecciones, no votamos por un presidente.  Votamos por un dictador.

Para que Venezuela pueda hacer una transición efectiva a una democracia, requiere primero emprender una serie de reformas institucionales, incluidas a su marco constitucional, que permitan que entregar el poder para un gobierno que pierda unas elecciones no sea un suicidio político.  Ello requiere eliminar la supraconstitucionalidad de las asambleas constituyentes, instituir un sistema electoral que proteja a las minorías, y asegurar que ni el Ejecutivo ni el Legislativo tengan la capacidad de cambiar a voluntad la correlación de fuerzas en el Poder Judicial.  Esta discusión de reformas institucionales está tan lejos de lo que ambas partes se están planteando ante el escenario de negociación, que sería iluso pensar en que llegue a avanzarse en esa dirección.  Al aceptar ambas partes una configuración institucional en la que el ganador se lo lleva todo, lo más que podemos esperar es o que todo permanezca igual, o que en algún momento logremos cambiar a una dictadura de izquierda por una dictadura de derecha.

¿Qué hacer?

En estos días he recordado mucho una conversación que tuve con mi padre – veterano de la política venezolana desde los tiempos de la resistencia a la dictadura perezjimenista – pocos días antes del intento de golpe contra Hugo Chávez en abril de 2002. Caracas era un río que desbordaba con conspiraciones contra el trasfondo de masivas manifestaciones y llamados a la dimisión de Chávez.  Sentado frente a dos cafés marrones y arepas de queso guayanés, le pregunté a mi papá si pensaba que la oposición tendría éxito en su objetivo de sacar a Chávez del poder.  “A los gobiernos no los tumban, Francisco,” me respondió mi padre, contándome cómo la dictadura de Pérez Jiménez al final se había acabado más por enfrentamientos internos que por nada que hiciese la resistencia.  “Los gobiernos que caen, se caen solos.” 


Maduro no puede ganar unas elecciones justas.  Lo que sí puede pasar es que la oposición las pierda.


Si Maduro se mantiene en el poder dependerá ultimadamente de su capacidad de mantener unida a la coalición militar que lo sostiene y evitar que las luchas internas por poder dentro del chavismo terminen amenazando la estabilidad interna del régimen.  En ese contexto, su gobierno organizará eventos electorales con los que buscará recuperar la legitimidad perdida a lo largo de los últimos años.  Esas elecciones no dejarán de ser una oportunidad interesante para que los movimientos opositores se organicen y traten de aprovechar los resquicios que el sistema deje para disputar el poder.  Maduro ha probado ser muy hábil en aprovechar los errores de la oposición.  Corresponde a quienes lo adversamos estar al menos preparados para aprovecharnos de los errores que en algún momento él seguramente cometerá.

El estudio de la interrelación entre los procesos electorales y económicos me ha llevado a la conclusión de que es imposible que un incumbente como Nicolás Maduro gane unas elecciones presidenciales justas contra una oposición unida. Sus niveles de impopularidad son tan altos, la magnitud de la crisis económica y humanitaria que ha ocurrido bajo su gobierno es tan grande, y su capacidad de antagonizar a la sociedad es tan elevada, que cualquier candidato medianamente coherente debería ser capaz de ganarle una elección, aunque fuese solo por el deseo de los venezolanos de ponerle punto final a este oscuro capítulo.  Lo que sí puede pasar es que una oposición tan desarticulada y desorientada como la nuestra, envuelta en sus luchas intestinas y disputas sin sentido, falle otra vez, tal como lo hizo hace tres años, en unirse detrás de una figura que pueda enfrentarlo.  Maduro no puede ganar unas elecciones justas.  Lo que sí puede pasar es que la oposición las pierda.


Solo una coalición amplia e incluyente podría proponer una transición pacífica cuyo objetivo principal sea el rescate de la gobernabilidad  


El principal objetivo de la dirigencia opositora en este momento debe ser el de reunificar esfuerzos para lograr presentar un frente amplio que enfrente a Maduro en las elecciones presidenciales de 2024, la próxima oportunidad real que tendremos de disputarle el poder. Frente a ese objetivo, las elecciones regionales no dejan de ser más que una distracción, necesaria pero de poca relevancia.  Recuperar la capacidad de enfrentar a Maduro requiere rearmar el tipo de coalición que se logró mantener exitosamente hasta el 2015 y que incluía tanto a sectores radicales como a moderados y partidos de izquierda, incluido un espacio para la disidencia chavista.  El liderazgo del movimiento opositor se debe manejar con una perspectiva incluyente que permita que los grupos que participan en él se visualicen como parte de una coalición de gobierno futuro.  Tal conducción estaría diametralmente opuesta al criterio sectarista que prevaleció en la conducción del gobierno interino, y que en gran medida explica su desintegración.  Solo una amplia e incluyente coalición representativa de nuestra sociedad política y civil tendrá la credibilidad necesaria para proponerle al país una transición pacífica cuyo objetivo principal sea el rescate de la gobernabilidad y no la búsqueda de la venganza contra los adversarios.  

Por encima de todo, la oposición venezolana debe ser capaz de presentarle al país una propuesta programática que haga realidad la aspiración que nos une a los venezolanos más allá de nuestras posiciones políticas: dejar atrás dos décadas de conflicto, y comenzar a sentar las bases de una sociedad donde todos quepamos.  Debe plantearse la tarea de construir un país donde las diferencias se diriman en los espacios de debate y competencia democrática y no a través de la confrontación violenta.  Un país donde las energías de quienes se involucran en la política se enfoquen en encontrar soluciones para los problemas de la gente en vez de crearles nuevos problemas en su lucha por el poder. Para lograr eso, tendremos que dejar de pensar en cómo tumbamos a una dictadura, y comenzar a pensar en cómo construimos una democracia.


REFERENCIAS

[1] Video: El PRI, la “dictadura perfecta”.- Vargas Llosa ante Paz en 1990, Aristegui Noticias, 31 de marzo de 2014.

[2] Przeworski, A. (1991) Democracy and the Market. Cambridge: Cambridge University Press.

[3] En el índice Democracia y Dictadura, un país debe haber visto una alternancia en el poder bajo reglas electorales idénticas a las que llevaron al titular al cargo para ser catalogado como democracia. Véase Cheibub, J. Gandhi, J. y Raymond, J. (2009) “Democracy and dictatorship revisited”. Public Choice, 143, pp 67-101. En el Ranking Global de Democracia de la Democracy Ranking Association, dos de los ocho indicadores que miden el sistema político (que a su vez representa el 50% del valor del índice) se refieren a si ha habido cambios en el jefe de gobierno en los últimos diez años. años, y si ha habido cambios parciales o completos en el partido de gobierno en los últimos diez años. Ambos afectan negativamente la puntuación de democracia si se responde que no. Ver: http://democracyranking.org/wordpress/2016-full-dataset/. El índice de democracia de The Economist toma en cuenta si la oposición tiene perspectivas “realistas” de lograr el gobierno, si los cargos públicos están abiertos a todos los ciudadanos y si existen mecanismos constitucionales “claros, establecidos y aceptados” para la transferencia del poder. Ver: https://www.eiu.com/n/campaigns/democracy-index-2020/.

[4] Maduro pone tres condiciones para negociar con la oposición, ABC internacional, 27 de mayo de 2021.

[5] Leogrande, W. (2007). A Poverty of Imagination: George W. Bush’s Policy in Latin America. Journal of Latin American Studies, 39(2), pp. 355-385.

[6] Ver, entre otros, Crude Realities: Understanding Venezuela’s Economic Collapse, Francisco Rodríguez, 20 de septiembre de 2018; M. Weisbrot y J. Sachs (2019) Economic Sanctions as Collective Punishment: The Case of Venezuela. CEPR; R. Hausmann y F. Muci, Don’t Blame Washington for Venezuela’s Oil Woes: A Rebuttal, Americas Quarterly, 1 de mayo de 2019. Bahar, D. Bustos, S. Morales, J. y Santos, M. (2019). Impact of the 2017 sanctions on Venezuela: Revisiting the evidence. Brookings Institution. Rodríguez, F. (2019). Sanctions and the Venezuelan economy: what the data say. LatAm Economics Viewpoint.  Torino Economics, June. Oliveros, L., (2020). Impacto de las sanciones financieras y petroleras sobre la economía venezolana. WOLA. Equipo Anova (2021) Impacto de las Sanciones Financieras Internacionales contra Venezuela: Nueva evidencia. Anova policy research, 3(1), January.  Rodríguez F. (2021) Sanctions and Oil Production: Evidence from Venezuela’s Orinoco Basin.

[7] ¡JUNTOS! Este 6 de Diciembre cambiaremos la Asamblea..! José Jhonatan Mujica Acosta, Video de Facebook, 3 de noviembre de 2020.

[8] Blunt, R. The inaugural ceremonies: A routine miracle, The Hill, 18 de enero de 2017.

[9] Hsieh, C. Miguel, E. Ortega, D. y Rodríguez F. (2011). The Price of Political Opposition: Evidence from Venezuela’s “Maisanta”. American Economic Journal: Applied Economics, 3(2), pp. 196-214. Jatar, A. (2006) Apartheid del siglo XXI: La informática al servicio de la discriminación política en Venezuela. Súmate, Caracas.

[10] El candidato de la oposición Manuel Rosales reconoce su derrota, La Vanguardia, 4 de Diciembre de 2006.

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